lunes, 18 de abril de 2011

La persistencia histórica del patriarcado


Por Boaventura de Sousa Santos *


No hay naturaleza humana asexuada; hay hombres y mujeres y, para
algunos, otros sexos. Hablar de naturaleza humana sin hablar de la
diferencia sexual es ocultar que la “mitad” de la humanidad integrada
por las mujeres vale menos que la de los hombres. Bajo formas
cambiantes según tiempo y lugar, las mujeres han sido consideradas
seres cuya humanidad es problemática (más peligrosa o menos capaz) en
comparación con la de los hombres. A la dominación sexual que este
prejuicio genera la llamamos patriarcado y al sentido común que lo
alimenta y reproduce, cultura patriarcal. La persistencia histórica de
esta cultura es tan fuerte que, incluso en las regiones del mundo en
las que ha sido oficialmente superada por la consagración
constitucional de la igualdad sexual, las prácticas cotidianas de las
instituciones y las relaciones sociales continúan reproduciendo el
prejuicio y la desigualdad. Ser feminista hoy significa reconocer que
esta discriminación existe y que es injusta, y desear activamente que
sea erradicada. En las actuales condiciones históricas, hablar de
naturaleza humana como si fuese sexualmente indiferente, sea en el
plano filosófico o en el político, es pactar con el patriarcado.

La cultura patriarcal viene de lejos y atraviesa tanto a la cultura
occidental como a las culturas africanas, indígenas e islámicas. Para
Aristóteles, la mujer es un hombre mutilado y, para Santo Tomás de
Aquino, siendo el hombre el elemento activo de la procreación, el
nacimiento de una mujer es una señal de debilidad del procreador. A
veces anclada en textos sagrados (la Biblia y el Corán), esta cultura
ha estado siempre al servicio de la economía política dominante que,
en los tiempos modernos, han sido el capitalismo y el colonialismo. En
Tres Guineas (1938), en respuesta a un pedido de apoyo financiero para
la guerra, Virginia Woolf se niega y, recordando la marginación de las
mujeres en la nación, afirma provocativamente: “Como mujer, no tengo
país. Como mujer, no quiero tener país. Como mujer, mi país es el
mundo entero”. Durante la dictadura en Portugal, las Nuevas cartas
portuguesas, publicadas en 1972 por Maria Isabel Barreno, Maria Teresa
Horta
y Maria Velho da Costa, denunciaban al patriarcado como parte de
la estructura fascista que sostenía la guerra colonial en Africa.
“Angola es nuestra” era el correlato de “las mujeres son nuestras” (de
nosotros, los hombres), y con el sexo de ellas se defendía la honra de
ellos. El libro fue incautado de inmediato porque justamente fue
percibido como un libelo contra la guerra colonial, y sus autoras no
fueron juzgadas sólo porque entretanto estalló la Revolución de los
Claveles, el 25 de abril de 1974.

La violencia que la opresión sexual implica se produce bajo dos
formas, hardcore y softcore. La versión hardcore es el catálogo de la
vergüenza y el horror del mundo. En Portugal, en 2010 murieron 43
mujeres víctimas de la violencia doméstica. En Ciudad Juárez (México),
en los últimos años fueron asesinadas 427 mujeres, todas jóvenes y
pobres, trabajadoras de las fábricas del capitalismo salvaje, las
maquiladoras, un crimen organizado conocido como femicidio. En varios
países de Africa se sigue practicando la mutilación genital. En Arabia
Saudita
, hasta hace poco las mujeres ni siquiera tenían partida de
nacimiento. En Irán, la vida de una mujer vale la mitad que la de un
hombre en un accidente de tránsito; en un tribunal judicial, el
testimonio de un hombre vale tanto como el de dos mujeres; en caso de
adulterio la mujer puede ser lapidada hasta morir, una práctica que,
por otro lado, está prohibida en la mayoría de los países de cultura
islámica.

La versión softcore es insidiosa y silenciosa, se produce en el seno
de las familias, las instituciones y las comunidades, no porque las
mujeres sean inferiores sino, por el contrario, porque son
consideradas superiores en su espíritu de abnegación y en su
disponibilidad para ayudar en tiempos difíciles. Como es una
disposición natural, no hace falta siquiera preguntarles si aceptan
los encargos ni bajo qué condiciones. En Portugal, por ejemplo, los
actuales recortes del gasto social del Estado victimizan en particular
a las mujeres. Las mujeres son las principales proveedoras de cuidado
a las personas dependientes (niños, ancianos, enfermos, personas con
discapacidad). Si con la clausura de hospitales psiquiátricos y la
ausencia de soluciones alternativas los enfermos mentales son
devueltos a sus familias, el cuidado queda a cargo de las mujeres. La
imposibilidad de conciliar el trabajo remunerado con el trabajo
doméstico hace que Portugal tenga una de las tasas de fertilidad más
bajas del mundo. Cuidar de los vivos se torna incompatible con desear
más personas vivas. Y esto es apenas una expresión extrema de algo que
está pasando un poco por todas partes.

Pero la cultura patriarcal tiene, en ciertos contextos, otra dimensión
particularmente perversa: la de crear en la opinión pública la idea de
que las mujeres son oprimidas y, como tales, víctimas indefensas y
silenciosas. Este estereotipo hace posible ignorar o desvalorizar las
luchas de resistencia y la capacidad de innovación política de las
mujeres.

Es así como se ignora el papel fundamental de las mujeres en la
revolución de Egipto o en la lucha contra el saqueo de tierras en la
India; la acción política de las mujeres que lideran municipios en
tantas pequeñas ciudades africanas y su lucha contra el machismo de
los líderes partidarios que bloquean el acceso femenino al poder
político nacional; la lucha incesante y plena de riesgos por la
punición de los criminales llevada a cabo por las madres de las
jóvenes asesinadas en Ciudad Juárez; las conquistas de las mujeres
indígenas e islámicas en su lucha por la igualdad y el respeto de la
diferencia, transformando desde adentro las culturas a las que
pertenecen; las prácticas innovadoras en defensa de la agricultura
familiar y las semillas tradicionales de las mujeres de Kenia y de
tantos otros países de Africa; la presencia de mujeres en los
movimientos antimineros (recordemos la muerte de Betty Cariño Trujillo
en Oaxaca) y en todos los que pelean por el reconocimiento de la
naturaleza como “bienes comunes”, tal como ocurre en estos días en la
Argentina
; la palabra de las mujeres palestinas que, cuando son
interrogadas por autoconvencidas feministas europeas sobre el uso de
anticonceptivos, responden: “En Palestina, tener hijos es luchar
contra la limpieza étnica que Israel impone a nuestro pueblo”.



* Doctor en Sociología del Derecho; profesor de las universidades de
Coimbra (Portugal) y de Wisconsin (EE.UU.). Traducción: Javier Lorca.

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